Me he despertado con un presentimiento, frío y tenue cómo la mañana misma. Al momento de entreabrir los ojos se convirtió en imagen, la cama se congeló y la sangre fluyó lenta, casi viscosa. Borrosa al principio, pero conforme mis párpados se iban despegando se volvía asombrosamente nítida (tanto como la luz que entra por la ventana con las cortinas bien abiertas): te vi reflejado en la mirada de una mujer que no soy yo, tez morena, de hombros descubiertos, manos suaves, más anchas que las mías... Y sentí lo que ella, el sol de una tarde no lejana, con el viento que entra por la ventanilla abierta rozando su cabello y su mano sobre la tuya, ¿te digo algo? no te quiere. No me refiero a que no sienta nada nada por ti, simplemente no te quiere.
Es sólo un presentimiento de esos certeros que me asaltan de la nada y de la nada, se convierten en realidad.
Me desperté, y no hablo únicamente de abrir los ojos. Desperté a esa realidad concientemente negada e inconscientemente sabida y a pesar de ello, no quiero verte nunca con esa mujer, no quiero cerciorarlo, ¡me niego a que la inmóvil imagen respire!
Así cómo ha llegado la epifanía, algo se ha movido dentro de mí, mi tristeza añeja casi rancia despertó esta misma mañana. El beso suave que el sol le da a los cerros, a los caminos y a mis manos sobre la ventana se vuelve amargo, cada vez más amargo. El tiempo lo concentra y gota a gota el veneno cae y deja a la alegría maltrecha y desgastada. Me rehúso a creerme pues sería un suicidio, dejaría que me mate la tristeza.